No es el fin


Este es un pequeño recordatorio para el final del año: procura cuidar el espacio, el tiempo. El 31 de diciembre no nos estamos yendo todos de viaje al mismo tiempo. No tienes que reunirte con todo el mundo y su tía. No tienes que comprarle regalos a cada persona con la que interactúas, para quedar bien. Es el fin de un ciclo, nomás. Sírvete de estos días para averiguar cómo te sientes, escuchar más música que podcasts, leer más que scrollear. Prepara mermelada o ragú. Sírvete una copa de vino mientras tanto. Estar vivos es espléndido. 

Cómo hacer pan




Abres ese libro que ha estado cerrado desde hace cuatro casas y dos ciudades. Relees las instrucciones para hacer levain, el impulsor de pan que es tradicional en Francia. Se hace solamente con harina y agua, temperatura y tiempo. Decides empezar de nuevo. Reconoces que no importa haberlo echado a perder hace tres casas. Coges un frasco y viertes 100 gramos de harina de trigo, de su color natural. Solo así resultará. Le añades 100 gramos de agua filtrada; te aseguras de que esté tibia, que tenga la temperatura aproximada de un pájaro con la pata rota que te has encontrado en el pasto. Mezclas con una cuchara que tiene que ser de madera, aunque no sabes si es una superstición. Cubres el frasco con una tela limpia. Te preguntas si funcionará esta vez.

A la mañana siguiente, desperdicias la mitad de la mezcla por el lavadero, añades 100 gramos de harina, suficiente agua tibia para poder remover con una cuchara de madera, cubres el frasco con una tela limpia. De noche mirarás el frasco y verás que todavía eso que está adentro no está vivo.

Te vas a la cama. Hoy serás buena y dejarás el celular en la mesa de noche, acercarás la luz y releerás ese libro que periódicamente te hace sentir tan bien. Empieza así: dos hermanos comparten un cuarto con una bebé porque el resto de la familia está en cuarentena, en otra parte de la casa. La bebé llora. El hermano mayor rebusca en su librero con una mano, con la otra carga a la bebé. El hermano menor le dice, qué haces, el biberón está en el escritorio, mamá nos dejó todo listo. Ya le di su leche, dice el hermano mayor. No tiene hambre. El hermano mayor abre un libro. ¿Vas a leerle? Pero si es solo una bebé, le dice el hermano menor. Tiene once meses, dice el mayor: "Tiene orejas. Puede escuchar." Le lee una antigua historia sobre un experto en reconocer caballos superlativos. Te quedas dormida con la luz encendida, el libro abierto a tu lado, boca abajo, exhausto.

Te despiertas con la luz que entra casi por las persianas y el canto de las cuculíes. Subes a la cocina a prepararte un café. Vuelves a desperdiciar la mitad de la masa y a alimentarla con harina y agua tibia. A remover, a tapar, a dejarla descansar. Te entregas a tu día como cada día, respirando hondo, zambulléndote.

Por la tarde -o tal vez algunos días después, mientras cada día sigues repitiendo el sortilegio: desperdiciar, alimentar, hidratar, remover- la mezcla estará burbujeante y reconocerás que te has vuelto sabia. Es decir, que has empezado a llevar en el cuerpo los errores que has observado y comprendido. Levantarás la telita y confirmarás que huele bien. A espuma de cerveza de trigo, al cuello de tu primer bebé cuando se quedaba dormido después de un día de verano. 



Y ahora no desperdiciarás la mitad; vertirás 200 gramos de la mezcla en un tazón, porque has aprendido que una vez que el impulsor está listo, puedes hacer galletas saladas para las noches con eso que antes desperdiciabas, o que regalabas a alguien que nunca lo usaría, a pesar de las instrucciones detalladas que escribías en un cartelito que atabas alrededor del cuello del frasco. Alimentas el impulsor y haces alguna otra cosa durante unas cuatro horas, hasta que esté burbujeante, vigoroso. Es julio en la capital. Afuera hace frío y adentro también. Por eso, pesas 450 gramos de harina sobre una ollita y la calientas algunos segundos, mientras la remueves, hasta que tenga la temperatura de la arena a las seis de la tarde en febrero. Viertes la harina en un tazón. En la ollita vacía echas 1 1/3 taza de agua filtrada, para que se entibie con el calor residual. La echas sobre la harina con 1 cdta de sal marina o de Maras, y lo coronas todo con 200 gramos de eso que está vivo en tu frasco y huele a todas las cosas buenas del mundo. Sabes que puedes amasar con las manos, primero en el tazón y luego sobre tu mesa, pero también sabes que no deja de ser virtuoso aceptar la ayuda de un robot, así que colocas el gancho de amasar en la batidora y bates a buena velocidad, para que el gluten se desarrolle. Cuatro minutos, un descanso de dos, cuatro minutos más. Despegas con extrema facilidad la masa del gancho de amasar (o de tu mano, en los días en que te provoca hacerlo tú misma, aunque estos días estás demasiado ansiosa y cansada como para eso) y piensas en lo lejos que has andado. Tus panes antes eran compactos, y les añadías harina hasta que fueran un balón de memory foam. Ahora le das más espacio al gluten para que se expanda; tus masas están más hidratadas y se vuelven fuertes mediante el movimiento, sin dejar de ser ligeras. Buscas el confort, en todo, por más esfuerzo que demande. Sacas la masa del tazón, la dejas caer sobre tu mesa enharinada, la recoges sobre sí misma, enharinas el tazón, la regresas hecha una especie de monstruito remotamente redondo, rebelde. La cubres con film. Te vas a hacer otra cosa un rato. Siempre hay algo que hacer y siempre hay alguien que te reclama. Así es cuando uno tiene suerte.

Cuando vuelves la masa está gigante y el film está inflado, y te sientes orgullosa como si fuera uno más de tus tres bebés que han crecido porque les has impreso eso que llevas en el pecho. Enciendes el parlante que te regaló tu hijo mayor, que ahora es más alto que tú y tiene pelo de arcoiris. Pones una lista en la plataforma digital y resulta ser, casi canción a canción, el cassette de Chopin que ponías cuando trabajabas en el diario y tu vida era tan hermosa que dolía, y tú te sacudías como un pez en cubierta cada vez que un muchacho rompía una de tus ilusiones. Te encantaba el tabaco, y a cada tanto dejabas la oficina, te acercabas a la ventanita bajo el vitral imperioso, armabas un cigarro, fumabas tranquila, sonreías cuando alguien veía en tu mano el papel delgado, el humo natural, el filtro que habías puesto con tus propias manos, y pensaba lo peor. Tenías una cigarrera de lata y a veces venía una reportera o un fotógrafo para conversar y fumar a tu lado, mientras se resquebrajaba la dictadura sin nombre, bajo periódicos rumores de despidos masivos ("reducción de personal", era el término que nadie podía nombrar sin un temblor. Veían entrar a sus colegas a la oficina de un extraño mandamás, salir con los ojos rojos, la espina dorsal quebrada. Respiraban con alivio si se habían salvado esta vez). Regresabas a la oficina a seguir cuidando con fervor las palabras ajenas, a escuchar Chopin y Billy Bragg con la tribu de excéntricos tímidos pero orgullosos que amaban eso que hacían, con los que sostenías discusiones acaloradas sobre gerundios y subordinadas y Eguren y Durrell y Varela y Melville y González Prada y Lee Masters. Si tu turno terminaba temprano, tal vez ibas a la Filmoteca de Lima, a ver lo que sea. Siempre había con quién ir, y si no, no importaba para nada.

Mueles café. Hace tiempo no hay Filmoteca, tampoco hay nada más, hace un año y medio que la pandemia desintegró el espacio común. Te preguntas por qué últimamente te sientes como cuando tu día a día estaba bajo la sombra de la tiranía y sentías que lo hacías todo mal siempre, si no, por qué el muchacho, o el otro muchacho, rompía una y otra vez alguna de tus ilusiones. Si no, por qué ese accidente una mañana al lado del mar, camino a dictar prácticas de Literatura en la universidad. Si no, por qué nunca encontrabas tus documentos antes de salir al aeropuerto. Si no, por qué no pasaba la comida por tu garganta y estabas delgada como una rama de eucalipto joven, con un mechón de pelo de plata, tan delgada que temblabas cada vez que tomabas un espresso después de almuerzo en el Adriático. Calientas una taza de leche, precalientas una taza grande. Mientras se hace el café en la moka, echas la leche en la taza y te pones un pequeño batidor entre las dos manos. Llevas una palma atrás y otra adelante, rápido, rápido, como los maya cuando preparaban chocolate, hasta que la leche es una nube, la espuma de una ola en marea alta. Apagas la moka, viertes el café por toda la circunferencia, un eclipse. Lo bebes, bien caliente, para que llegue hasta tu corazón. Estos días te sientes igual que en ese tiempo extraño, pero no eres la misma. No solo ya no tiemblas cuando tomas café; además puedes prepararte un café au lait en tu cocina mientras te alistas para darle forma a tu pan, ese que ha crecido como tus bebés. 



Aplastas la masa, despacio, un puñetazo en cámara lenta, con amor. La masa tiene burbujas enormes, es elástica y suave, no como los panes que hacías hace cuatro casas: robustos, elásticos, ricos, por cierto, pero parapetados en sí mismos, en su propia forma; este se amolda a la superficie, y sabes que no debes manipularlo mucho en este momento del proceso, solo darle forma delicadamente, guiarlo hacia su plenitud. Partes la masa en dos, pliegas cada parte sobre sí misma, la coges entre las manos y la giras, pellizcando la base con el canto de las palmas de la mano, formando así una esfera blanda como un globo de agua, que colocas boca abajo sobre una tela cubierta en harina, dentro de uno de los pequeños tazones de cerámica engobada, crema y verde, que compraste en Cusco, cuando ya eras reportera y te fuiste de vacaciones en tu último año en el diario y decidiste que sería tu último año en el diario. Tu esposo se está duchando después de un largo día, para recibirte oliendo a prado. Lavas el tazón, la ollita, el batidor de mano, la taza vacía. Te permites usar agua tibia para lavar, porque el futuro se abre como las fauces de un ogro, o tal vez sea solo nuestra imaginación colectiva. 


La espuma del lavavajillas lo limpia todo y tú piensas en toda la gente que has perdido, y que aunque puedan tal vez compartir otra vez una mesa hay cosas que sabes de ellos y que habrías preferido nunca saber. Por ejemplo, hasta qué punto podrían llegar con tal de tener siempre alguien que lave sus platos.* En ese tiempo enrollabas un tabaco con filtro, uno para ti, otro para algún colega, y hablaban de lo que estaba pasando a pocas cuadras del diario, y unos distritos más allá también, y la democracia era la antorcha que protegíamos todos cada día, una luz que nunca se debe apagar. No era necesario ponernos la palabra en la boca, todos sabíamos lo que estaba pasando. Hoy tú -y, estás segura, tus antiguos colegas también- ves con espanto cómo hay un grupo que ha retorcido el significado de esta palabra, la ha hecho hacer contorsiones hasta que ha terminado envolviendo a su significado opuesto. Una vieja táctica, lo sabes, pero no dejas de sentir un nudo en la garganta cuando la mal usan frente a ti, en vivo y en directo, personas con las que has crecido.
 



Por eso no sientes mucho hambre, pero igual haces pan todos los días, casi todos los días. Afuera el mundo parece desbarrancarse en cámara lenta. Se salva del abismo una y otra vez, solo para que aparezca otro abismo un poquito más allá. Haces pan, cocinas frutas en azúcar para que duren para siempre, o más que una ilusión tuya en manos de un muchacho a finales de los años '90. Prendes el horno, tienes ropa que doblar pero sientes una urgencia y en tiempos como estos les haces caso a estas urgencias. Por eso, mientras se calienta el horno -al máximo, porque eso es otra cosa que has aprendido- coges tu guitarra, buscas la letra de esa canción que hoy te da vueltas en la cabeza, y mientras la cantas por primera vez tu voz se parte en dos porque nunca habías escuchado la letra con atención y resulta que esa canción antigua es tu vida entera.



Sacas la lata caliente del horno. Volteas con cuidado y determinación los panes sobre la lata. Dibujas volutas sobre la superficie con una navaja de afeitar que tu esposo ha montado sobre un mango que ha hecho para ti. Los llevas al horno y esperas 35 minutos, mientras ven algo y comen las galletas que hiciste con el impulsor que en otro tiempo habrías botado o regalado a alguien que no habría sabido qué hacer con él. Sacas el pan del horno. Está listo (tocas la base y suena como cuando tocas la puerta de tu mejor amigo) pero sabes que todavía no es momento. Está caliente, está inmaduro, hay que darle tiempo. Cuando la superficie esté fría habrá terminado de cocinarse por dentro, habrá tomado cuerpo. Estará bien.
 


Epílogo

Tu frasco de levain es infinito. Cuando saques la cantidad de impulsor que necesitarás para hacer pan, aliméntalo con 100 g de harina y el agua necesaria. Si no lo vas a usar en algunos días, tápalo y guárdalo en la refri. Puede durar ahí montones de montones de tiempo. Cuando quieras hacer pan otra vez, sácalo de la refri para que llegue a temperatura ambiente, antes de dividirlo y alimentarlo nuevamente. Si vas a hacer pan todos los días, no es necesario que lo guardes en la refri. Es un buen hábito, hacer pan todos los días. 

* Esto fue escrito antes de los sucesos del 29 de julio. Sé que ahora muchos quieren distorsionar la historia, y así justificar sus acciones, pero los horrores de un lado no anulan los del otro. La democracia solo se puede defender con medidas democráticas. Qui potest capere capiat. 


Bibliografía


Linda Collister y Anthony Blake. Elaboración artesanal del pan. Barcelona: Blume, 2001. P. 49 ("Impulsor de masa ácida de fermentación natural) y pp. 104 y 105 ("Pan completo de Patrick LePort").
{gracias a Micaela Velaochaga y Fernando Urquiaga por regalarme este libro por mi cumpleaños, hace cuatro casas}

"Sourdough or Levain? Debunking the Myths and Mysteries of Harnessing Wild Yeast". En: Ethan Becker, Irma S. Rombauer, Marion Rombauer Becker y John Becker. Joy of Cooking. Recuperado el 25 de julio de 2021 en https://www.simonandschuster.com/p/joy-of-cooking-sourdough-or-levain

"Sourdough crackers". En el sitio web de King Arthur. Recuperado el 25 de julio de 2021 de https://www.kingarthurbaking.com/recipes/sourdough-crackers-recipe  

Salinger, J.D. Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour, an Introduction. Boston: Little, Brown and Company, 1991 (1963).

Crónicas de una mujer afortunada (o: la mermelada de papaya)


Existen menos dinosaurios que antes. Menos dinosaurios clasificados, es decir. Se redujeron a la mitad gracias a la epifanía del paleontólogo Jack Horner, quien tuvo la presencia mental para concluir que, por ejemplo, los dinosaurios con cabeza grande, cuerpo pequeño y púas en la espalda y los dinosaurios de cabeza mediana, cuerpo grande y púas en la espalda no eran dos variedades distintas: eran el dinosaurio niño y el dinosaurio adulto de la misma especie.

Parece lógico y obvio, y sin embargo. Aceptar que las cosas pueden ser distintas a como uno creía requiere no solo de epifanías, sino de coraje. A veces, de humildad. A veces, de todo lo contrario. A veces resulta imposible, como le sucedió al investigador que quería demostrar que una dieta baja en grasas conduciría a menos problemas cardíacos. Cuando un estudio de cinco años en miles de personas de distintas instituciones de Minesotta demostró lo contrario, él, en lugar de enarbolar con orgullo este descubrimiento, asumió que había llevado el experimento de forma errónea. Guardó los resultados en el ático de un amigo, donde fueron encontrados años después. Era demasiado modesto, explica su hijo, un cardiólogo, como para entender que podría estar descubriendo algo que iba en contra de la premisa. En consecuencia, hasta hoy la mayoría cree que la mantequilla y demás grasas de origen animal son terribles. Y empezó la debacle del fat-free, de los productos industriales que para compensar añadían azúcar invertida a pastos y emulsionantes artificiales. Así de difícil puede ser aceptar lo que uno ve con sus propios ojos. Y lo que uno ve puede a veces ser algo tan crudo como las estadísticas o las fotos de gente durmiendo en la calle al lado de preciados balones de oxígeno, como dormía mi bisabuelo de niño sobre los rollos de telas en el puerto del Callao.

*

Acaba de pasar un pregonero debajo del balcón. "¡Humitaaaas! ¡Humitaaaaas!" Es domingo, el primer día de la segunda cuarentena, y Lima hoy se siente distinta. Busco monedas para comprarle, no encuentro. Recuerdo que, además, ya son más de las seis y nadie debería a esta hora estar fuera de casa. Ruego que pase cantando debajo del balcón otro día, un día que tenga efectivo, porque su voz es hermosa. Espero que la voz le alcance, que llegue a casa con la garganta sana, con los bolsillos llenos, con la alforja vacía.

*

Ayer celebramos el octavo cumpleaños de mi hijo, el último día antes de la cuarentena. Tres niños más, una manta por familia, mascarillas y distancia, la comida empacadita de cada uno en cajitas que mi primogénito disfrazó de maletitas. Previa desinfección de los snacks con alcohol y con protocolos de higiene nivel restaurante.












Una amiga llevó juegos coloridos y distanciados, y los niños jugaron a lanzar aviones. Fue una fiesta de cumpleaños deliciosa, relajada, feliz. Al terminar, mientras doblábamos las mantas y recogíamos papeles de regalo, pasó un chico y cantó "Flaca" para nosotros. Todos bailamos y cantamos con él, como si no hubiera mañana. Le dimos la moneda más grande que teníamos.







*

Aceptar la realidad es difícil, tan difícil que durante mucho tiempo hubo decenas de dinosaurios inventados y que la gente sigue privándose de comer rico y sano. Tan difícil que muchos prefieren negar que a cada tanto pedazos de proteína que ni siquiera tienen -técnicamente- vida saltan de animales a humanos y ponen a nuestra especie de rodillas. Que, además de los virus, están las bacterias, organismos tan pequeños que no los pueden ver nuestros ojos, y que algunas de ellas aniquilaron a millones de personas, antes de que humanos atentos tuvieron la entereza de comprender lo que estaba pasando. Por eso a algunas personas les cuesta creer que no ha sido un plan malévolo de personas malignas lo que ha puesto de cabeza nuestra vida cotidiana y provoca tragedias en cada hogar donde esta enfermedad acaba mal. La vida ocurre, con sus mecanismos implacables. No es nada personal. 

En tiempos como estos, por lo tanto, es importante poner la energía en lo que está en nuestras manos. En mantener nuestros aerosoles lejos del prójimo y en mantener alta la moral. En tenernos paciencia. Cuidarnos unos a otros. Valorar lo que tenemos, apoyar con lo que podemos. Agradecer el precioso don de la vida.

Sé lo difícil que es cambiar de opinión, aceptar que puede ser el momento de dejar de lado la historia que nos contamos frente a nuevas evidencias. Lo sé porque a mí me costó mucho tiempo y esfuerzo. Yo, amigos, he sido una radical. Estaba convencida de que el único parto válido es el natural, que la fecha de nacimiento determinaba el futuro y la forma de ser, que la lactancia es la única vía de la madre verdadera, que el azúcar era tan peligrosa como la heroína, que los antibióticos eran prácticamente veneno, que las vacunas eran un concepto absurdo. Cómo ha cambiado esta pelona.

Cuando una vez y otra me encontraba con información que contradecía estas historias, intentaba ignorarlas. Buscaba adrede argumentos que validaran mi narrativa. Escribía sobre estas teorías, proselitizaba sobre ellas, hasta me entrevistaron en la tele y repetí los argumentos como borrego. Me asombra y me apena, pero por otro lado, ver mi propio camino me ayuda a tener paciencia con los caminos de los demás. "Todos caminamos en la misma dirección", dijo una vez mi maestra, señalando a quienes, como parte de la meditación, caminábamos, muy lentamente y en silencio, alrededor de un cuadrado imaginario, algunos hacia la derecha, otros hacia la izquierda, todos siguiendo la misma fila que giraba 90 grados en cada esquina. "Es solo que cada persona está en su propio punto del camino." 

Si comprendí más temprano que tarde algunas cosas se debe tal vez a que mi mente siempre ha sido inquisitiva, y la verdad horadó, poco a poco, las paredes que me mantenían alejada de las hermosas leyes de la física, de la naturaleza indiferente e implacable de la vida. Da pánico dejar de lado las paredes. Se siente como un salto al vacío, se siente el aire helado del mundo exterior. Se siente, inmediatamente después, el aire fresco del mundo exterior. Dulce como la sombra de un árbol.

*

Llegarán las vacunas a nuestros brazos y venceremos a este pedazo de proteína. Han muerto cien mil personas en nuestro país, y hasta entonces morirán más; cada noche rezaremos, algunos a divinidades, otros al universo, que la muerte no toque hoy a nuestras puertas. El ahondamiento del sufrimiento económico y emocional de tantas familias continuará por un tiempo. Sin embargo, las fibras de nuestra sociedad están brillando de una manera insospechada. Hay los retrógradas de siempre, pero por primera vez veo que ha surgido una sólida consciencia de que apoyarnos unos a otros es la única manera de estar bien. 

Mientras tanto, la vida sigue, en esto que no llamaría un simulacro, sino una extraña versión de nuestra existencia prepandémica. El otro día tuve mi primer fotoshoot por Zoom. Me llamaron de Vogue Latinoamérica y México, donde tengo el honor de escribir desde hace más de 15 años (y digo honor porque el equipo que la integra tiene bien claro que nuestra tierra y nuestra gente tiene la dignidad de su propia belleza). Quisieron tomarme unas fotos para un artículo sobre latinoamericanos creativos, y después de mi consabida sorpresa de que me vieran así, les dije que por supuesto, y pusimos manos a la obra. Con KD Castaneda, la talentosa fotógrafa mexicana, coordinamos locaciones y atuendos por chat: los rincones de mi casa, mis piezas de otros tiempos. Limpiamos la casa a fondo y finalmente tuve la motivación que necesitaba para deshacerme de las montañas de papeles sobre mi escritorio, del bric-a-brac que se había acumulado durante meses de pandemia en la mesita verde.







Llegó el día de la sesión de fotos y no fue fácil: ella desde Colombia, yo desde Perú, intentamos hacer fotos memorables a pesar de la mala señal y de que mi esposo tuviera que ser sus manos. Era como estar debajo de la superficie de una laguna turbia, intentando comunicarte por señas, mientras la corriente te empuja a un lado y otro. Y sin embargo, KD obtuvo imágenes hermosas. Terminó la sesión y me quedé todo el día como un poco triste. Entendí finalmente lo que nos ha hecho este virus. Mi hija se encuentra con sus amigas en mundos que solo existen en sus computadoras. Mi hijo intenta estudiar producción musical a distancia. Antes de esta cuarentena, mi pequeño veía a dos niños una vez por semana, a distancia, en un parque, en clases de hacer amigos. Hicimos fotos a través de una videollamada. Qué rayos. 






Hace muchos meses, cuando había terminado la primera cuarentena estricta, nos encontramos en la calle con una amiga y su hija para ir al parque, una visita al aire libre. Mientras caminábamos, su hija le dijo a la mía: "Cuando acabe la pandemia, ¿quieres venir ir a la casa de mis abuelos en el campo?" Tuve que parar en seco, doblada en dos entre la risa y el llanto. "Cuando acabe la pandemia", dijo la niña. 

La ficción postapocalíptica implica siempre eso: lo trágico ya asumido como normalidad. Por ejemplo, gente haciendo su vida del día a día con mascarilla: la chica paseando a su perro, el papá enseñándole a su hija a montar bicicleta, la manicurista detrás de una plancha de acrílico. Músicos intentando desesperadamente compartir la magia en sus dedos y su corazón desde su teléfono, intentando ganarse el pan con su oficio a pesar de todo. Cintas amarillas de peligro en la bodega y en la farmacia, medio metro antes del mostrador. Mis hijos llegan de la calle y, en automático, pisan el pediluvio, se quitan los zapatos, se ponen gel en las manos, se quitan la mascarilla, me preguntan si quiero que me rocíen con alcohol.   

A veces el antídoto es separar un buen pedazo de la tarde para preparar algo especial para la cena. Una tarta crocante de manzanas, una mazamorrita o un budín, algo que los haga exclamar de felicidad cuando subo la fuente a la salita de estar. A veces no hay el tiempo ni la energía. Entonces recurro a un frasco de mermelada hecha en casa, distribuyo un buen yogurt natural en vasos y lo corono con un cerrito de estas maravillas hechas de frutas. 


Estos tiempos me han regresado a comprar bien, a productores o a intermediarios que adoran los frutos de la tierra y valoran a quienes la trabajan. Gracias a esto tengo siempre en casa insumos que inspiran. Una de mis aficiones en estos tiempos extraños es pesar una papaya roja, abrirla, rasparle las pepas, pelarla y licuarla. Ponerla en una olla con el 60% de su peso en azúcar rubia, ralladura de limón y luego el zumo, una vaina de vainilla (de las que ya usé y tengo reposando en aguardiente), y cocinarla, removiendo a cada tanto, retirando la espuma con un coladorcito, hasta que se ha convertido en una jalea de color granate. Tengo a la mano un par de frascos bien limpios y secos. Los lleno con la mermelada recién hecha, bien caliente, usando una jarrita para no quemarme. Enrosco bien fuerte la tapa y, cogiendo los frascos con un secador, los pongo de cabeza. Así se quedan hasta que están fríos; al girarlos confirmo que la tapa se ha hundido y que el sello es ahora hermético. 

La papaya ni siquiera me gusta, pero el azúcar y el calor la transforman en una conserva mágica. Además de ponerla sobre el pan caliente, la avena, la sémola, el yogurt, añado una buena cucharada a media mañana sobre las bananitas cortadas del pequeño para evitar que se convierta en gremlin y tire todos sus juguetes por el balcón. Tiempos extraordinarios requieren medidas extraordinarias. 




{ Las fotos son mías, excepto el retrato frente al espejo que me hizo mi amado Frank Cebreros. }

Quienes, como yo, tenemos la fortuna de tener casa, comida, vitaminas, podemos ayudar. Hay gente ejemplar que se ha organizado para que no seamos unos cuantos quienes podemos tener una cuarentena digna. Donemos a Manos a la Olla o a Ollas Contra el Hambre, que se están encargando de que nuestros hermanos humanos tengan, al menos, algo en el estómago. Sin comida no hay salud.

Desde que empezó la primera cuarentena, y gracias a buenos datos y buena suerte, me hice de una lista de confiables proveedores de productos de buena calidad. Aquí les paso a los limeños mi lista de salvadores, para que no tengan que salir de casa, y para apoyar a quienes hacen las cosas bien. La iré actualizando.



La Cesta (productos de Oxapampa. Soy fan): 958228069

Magia Piura (porque el chocolate aleja a los dementores): 946893933

De Ica a tu Casa (tejas exquisitas y demás dulces tradicionales): 956496157

Peppar Pattis (repostería sueca, cosa seria para darse una pausa): 987563568

Dodo Market (productos de Japón, Korea y China. Tienen min paos y dumplings de primera)

Nueces & Chocolate (frutos secos, y cositas para picotear, a granel): 919012004

La Bodeguita (lácteos, frutas y verduras, harinas, aceite de oliva, pancitos...): 988596533


Luci (frutas y verduras seleccionadas, del Mercado de Surquillo): 965893087

Erika (frutas secas, del Mercado de Surquillo): 974789618

La Colpa (pura mantequilla de Cajamarca): 993333704

Arte Quesos (mozzarella y demás lácteos tiernos)







Pescadores y Conchitas de Primavera

 

Iba a escribir esto hace más de una semana, un domingo. Me sentí cansada; el domingo que viene lo hago, me dije, pensando que el domingo siguiente sería igual, que la historia que contaría sería igual.

Nunca nada será igual.

Mis compatriotas saben de qué estoy hablando. Para los que están afuera: el lunes 9 de noviembre, al caer la noche, unas personas a quienes nada les importa salvo su codicia tomaron de rehén al país. 

Nuestro país golpeado por el virus fue golpeado nuevamente, en el suelo, por puños humanos. 

El día siguiente un muchacho le dio expresión física a ese dolor y le dio un puñetazo a uno de los congresistas golpistas frente a las cámaras. Hablé esa tarde con uno de mis hermanos de corazón sobre la foto que circulaba de ese instante. Me dijo, esa foto somos todos nosotros: somos el muchacho, el congresista, la mandíbula amoratada, el puño herido, las cámaras, los espectadores en sus casas.

Esa noche conversé con una amiga que fue mi colega en los '90, cuando éramos periodistas y trabajábamos en el Centro de Lima. Ya sabíamos bien lo que vendría. Represión policial, control de medios, frustración. Hay una marcha, pero, le dije, ¿servirá de algo marchar?

Dos noches después mi hijo mayor estaba revisando que tuviera todo lo necesario: el DNI, el celular cargado, doble mascarilla, cartel con frases escritas adelante y atrás. Antes de salir a marchar se escribió mi teléfono en el antebrazo con indeleble. Por si me desmayo, dijo, pero no era eso lo que yo temía.

Esa noche los hospitales se llenaron de los primeros heridos. Uno en estado crítico, herido por perdigones disparados desde una escopeta por un policía.

El día de la segunda marcha, mientras mi hijo se alistaba para marchar nuevamente, yo pensaba, esta noche alguien va a morir. Era de esperarse: hacerse del poder a través de un gobierno de facto es un acto violento. La violencia de los primeros días no haría sino aumentar.

Desde el día siguiente al golpe parlamentario, cada noche a las 8 mi hija y yo salíamos con los vecinos a golpear cacerolas con cucharas. La noche del sábado 14 de noviembre no fue distinto. Mi hijo volvió al anochecer. A eso de las 10, con todos en casa, llegó la noticia del primer chico asesinado. A las 10:30 agarré lo que tenía a la mano: un azafate y una cuchara de metal, y salimos al balcón a gritar nuestro dolor. La ciudad entera gritaba su dolor. Era el estruendo de un animal herido, pero, lo vi por primera vez con claridad, de un animal que había encontrado su fuerza. Poco después llegaron las noticias del segundo chico asesinado. En el celular veía imágenes de algo que solo podía ser calificado de batalla, si no fuera porque uno de los bandos no estaba armado más que con cartulinas escritas, láminas de hojalata, carteles y un cuadro como escudo, banderas del Perú. Los policías, en cambio, herían y herían. Uno a uno, los ministros de facto renunciaban. Como a la medianoche salimos nuevamente al balcón: el sonido de las cacerolas rugía nuevamente desde todas las ventanas, mientras una marcha pequeña, pero que se hacía oír, papás y mamás con sus niños, anunciaba que algo en nosotros había cambiado. En efecto: por primera vez desde que recuerdo, alguien escribió en las redes: "Digamos sus nombres. Inti Sotelo y Bryan Pintado." Eran apenas mayores que mi hijo. 

En ese momento me di cuenta de que había la posibilidad de que nos salváramos: no por sus muertes, sino porque ahora sabemos que sus nombres merecen ser nombrados, que sus muertes son inaceptables. A las 3 de la mañana fuimos a dormir un rato, con la consciencia de que había ocurrido algo tan terrible que nunca seríamos los mismos.

A lo largo de mi vida hemos vivido en Perú muchas crisis como esta, pero ninguna ha resultado como esta. Nos hemos transformado, y ha sido doloroso. El precio pagado ha sido demasiado alto. Pero el puñado de personas que secuestró el país ha sido vencido -por ahora, por ahora- y sospecho que nuestras almas también. Antes, el clasismo y racismo en nuestro país habría hecho que los nombres de Inti y Bryan no hubieran sido nunca tallados en nuestro corazón colectivo. Hoy los parques en todo el país llevan velas y flores y lágrimas en su nombre. Hay colectas para ayudar a los heridos, asociaciones de derechos humanos y abogados trabajando ad honorem y unos pocos valiosos congresistas que recorrían comisarías buscando a los detenidos y desaparecidos, y grupos de psicólogos que ofrecen auxilio a los cientos de personas con estrés post-traumático, para quienes nunca ir a una protesta por la democracia debió convertirse en una guerra. 

A qué va todo esto, y qué tiene que ver con este espacio, con estas fotos de playa. Tiene que ver, ténganme paciencia.



La tarde del sábado 14 mi padre me mandó videos desde el Parque Kennedy, en Miraflores, de los jóvenes con sus carteles y sus banderas y sus cornetas y sus cantos. Hace unos días, cuando lo llamé regresando de hacer duelo frente al retablo en ese parque, me dijo que ese día mientras veía a los jóvenes marchar (30, 40 minutos de jóvenes pasando en camino al Centro de Lima), sus lágrimas no paraban de correr porque sabía lo que les esperaba.

Este post iba a ser sobre el día en que mi papi nos llevó a dar una vuelta y el corazón nos llevó a la playa Pescadores. 




Mi papi le compró un cubo y palas para hacer castillos de arena a una señora, por ayudarla. No sospechaba que mi pequeño iba a ser tan feliz con el regalo.


Les enseñó a los niños a hacer 'caquita' con arena mojada, un clásico de una infancia al lado de este mar.


Compramos barquillos y mis hijos se mojaron hasta la cintura porque los sorprendieron las olas y fue espléndido.

Mirábamos a la gente bañarse, jugar felices en la arena. Por qué no vengo siempre a meterme al mar, se preguntaba en voz alta mi papá. Mientras tanto yo pensaba que las divisiones sociales en nuestro país son una porquería en todo sentido, para todos. Que ir solo a playas privadas le priva a eso que llaman la clase alta de felicidades simples e importantes. Antes de ser madre hubo una época en que bajaba todos los días de sol caminando a la playa, "Abajo", envuelta en un pareo, sin nada en las manos, a meterme al mar, e imagino que eso sorprendía sobremanera a algunos de mis familiares y ni qué decir de lo que habrían pensado muchas de mis antiguas compañeras de colegio. 

Ese día en Pescadores supe que no necesito de ninguna membresía a un club. Lo único que necesito son mis pies y una tela para poner encima de la arena en las playas que son de todos.




Cuando me mudé a Lima pensaba que cocinaría pescado varias veces por semana. Pero pasaba una semana y la siguiente y no lo hacía, y puedo explicar por qué.

Pasaba todos los veranos, como conté en el post anterior, en un balneario llamado Ancón, y mi experiencia en él fue bien particular en relación a cómo se vivía ese balneario para la mayoría de quienes veraneaban ahí. Es decir: el tipo de personas que se subía a sus lanchas como los pavorreales expanden sus colas, que detestaban que personas con piel morena natural fueran a las playas frente a sus edificios a disfrutar de un día de mar. 

Mi Nonno era distinto, en tantas maneras. Él francamente no entendía que alguien pudiera siquiera pensar en restringir el acceso al balneario a quienes no fueran residentes. "La ley dice que el acceso a las playas debe ser libre siempre", insistía. "Si les molesta que venga tanta gente, que inviertan en habilitar Conchitas" (la playa de al lado) "para que haya más playa para todos". Mi Nonno se subía de madrugada a su yate, el más pequeño de Ancón, con su fiel mano derecha, Florencio, y a veces mi padre o alguno de sus sobrinos, a recoger las redes que habían echado el día anterior. Más tarde, a media mañana, la hora apropiada para una ociosa como yo, me recogía del muelle, salíamos a navegar y al volver, si la pesca de ese día había sido pobre o nula, o si simplemente no incluía algo que había programado para el menú del día, al desembarcar pasábamos por el muelle de pescadores antes de subir al departamento. 

Solo entonces, con pescado fresquito recién salido del mar, se podía empezar a cocinar.

Entienden entonces que no me haya generado ningún entusiasmo comprar pescado en el supermercado. Ni siquiera en el lindo Mercado de Surquillo se me despertaba ese apetito marino particular que se cultivó en mí al lado del mar, entre mesas de cebiche al paso y mesas colmadas de la pesca del día: percebes, pejesapos, choros con barbas y las redes que eran tejidas y reparadas, nubes verdes en las que se recogería el almuerzo del día siguiente.

 


Ese día en que por un impulso inconsciente terminamos en la playa Pescadores estábamos acudiendo a ese llamado. Cuando empezó a llegar más gente a la playa y decidimos irnos por esto del Covid, caminamos al lado de los pelícanos enormes y dimos la vuelta para entrar al terminal de pesca.


Ahora estamos hablando.
Ahora estamos hablando. El puesto Clarita, que además hace delivery. Atienden en el 997843161.


Volvimos a casa y metí a los niños a la tina, la ropa con agua de mar a la lavadora, los filetes de pescado y los pejerreyes al congelador, y finalmente empecé a sentir que nuevamente vivía al lado del mar.



Frank limpió las conchitas e hizo caso a mi capricho del día. No quiero conchitas a la parmesana, le dije. Quiero algo cítrico y dulce y picante. Como siempre, me escuchó y compuso algo específico para mí. Él es, entre otras cosas, productor musical, y dice, "Yo puedo trabajar con un músico profesional o amateur, a mí eso no me interesa: lo que sí necesito es que sepa lo que quiere." Ese día lo que yo quería era esa sensación específica de post-playa, pero iluminada con los gustos que hemos adquirido con el tiempo. Desde entonces mi congelador está lleno de frutos del mar: langostinos, conchas de abanico, una chita, tiras de pota, pejerreyes, huevera, todo del muelle de Pescadores, porque soy nieta de mi Nonno, hija de mi padre.

*

La "indignación festiva" que se sintió en las calles desde que empezaron las marchas contra un dictadorzuelo y sus cómplices, varios de los cuales son el epítome del hombre racista y clasista que tanto me desconcertaba de niña en Ancón, me desmintió. Marchar sí sirve de algo, ahora. La Generación del Bicentenario se bajó en una semana a un régimen autoritario y nos ha conducido a una nueva versión de nosotros mismos. Como tantos, sigo con el corazón golpeado, sigo durmiendo poco y mal, sigo despertando con un sabor amargo en la boca, con la sensación de que se me ha muerto alguien. Esas personas nos han hecho un daño inconcebible. Pero me siento protegida por una nueva consciencia. Estos días me choca haber crecido en un entorno que estaba acostumbrado a tanta muerte, a tanto maltrato. Me da esperanzas saber que ya no somos así. Que ahora exigimos lo mejor, porque es lo que merecemos. Hemos quedado exhaustos, pero ahora somos conscientes de que esa vida bacán era solo una lámina de hielo sobre una laguna de agua helada. Hemos quedado exhaustos, pero con la seguridad de que de ahora en adelante a nadie se le debe nunca más quebrar el suelo bajo los pies.

*

Hablar de esto no es hablar de política. Es hablar de la vida, y del derecho con el que nacemos todos de vivir tranquilos. Atesoro cada una de las fotos que he visto de cucharas rotas de tanto golpear para hacer entender nuestro gigante NO a gente que no sabe escuchar. La olla abollada de una amiga repostera, con el fondo prácticamente fundido de tanto golpear desde la ventana. El molde de otra amiga repostera, que quedó como un tambor de Trinidad y Tobago, martillado durante horas por su cuchara de palo mientras marchaba. Hermoso. Fueron tres millones en las calles y el 75% del país gritando, de una manera u otra, desde sus casas y sus teléfonos y sus parques, NO. 

Nunca nada será igual.




Conchitas de abanico para una primavera peruana

La receta es de Frank Cebreros.

Calcula una docena y media de conchitas para 4 personas.


Prende el horno a 240°C.

Lava y limpia las conchitas, limpiando el intestino del coral. Ponlas en una lata. Sálalas. Pon 1/2 cdta de mantequilla sobre cada una. Luego, sobre cada una perejil picado, salsa inglesa, tabasco suave. Ralla un limón Tahití sobre las conchitas y luego exprime el zumo sobre ellas.

Llévalas al horno bien caliente unos 8 minutos, hasta que empiecen a burbujear. Ten cuidado al sacarlas del horno para que no se chorree todo. Sirve inmediatamente.







































Ancón, 1976



Como quien abre una puerta y entra en otra dimensión, hace unas semanas mi corazón volvió a ese tiempo, y ahí se ha quedado. 

La pandemia frenó en seco esta carcocha en la que andábamos todos, pisando fierro a fondo, sin tiempo ni para hacerle mantenimiento, con gasolina para el día. Mientras persistía la cuarentena empecé a darme cuenta de lo absurdo y feo que es vivir así. Corriendo y vendiéndonos. Trabajando una imagen que alimentamos día a día en eso que llaman redes sociales, y que solo en contadas, bellas ocasiones funcionan en efecto como redes de contención para la sociedad. Empecé a darme cuenta de lo feo que es sentir que tenemos que todo el tiempo anunciar nuestros logros públicamente, y demostrar nuestras habilidades monetizables.
Un día me llamó una amabilísima señorita de parte de una poderosa marca de cervezas y me ofreció ser una de sus embajadores. Me indicó la cantidad de posts e historias mensuales que yo tendría que publicar, integrando su cerveza con naturalidad en las fotos y los captions, y los términos de exclusividad que debía conservar. A cambio me darían una cantidad mensual de cajones de cerveza y merchandising y acceso preferencial a sus eventos. Cuando hubiera eventos. 
No les mentiré: no dije inmediatamente que no. Por un par de días dejé la idea ahí, y la observé. Y entendí que, la verdad, no me veía haciendo product placement de un producto industrial en fotos de mi vida. Tendría que haber hecho acrobacias para intentar que no se sintiera forzado - e igual se habría sentido forzado. Además, qué me habría hecho con cajones de cerveza. "Tú estás para ser embajadora de mantequilla francesa, perfumes y joyería fina", me dijo mi compadre, que compartía mi escepticismo. Así que le respondí a la amabilísima señorita que me sentía honrada, pero que no sentía que era la persona adecuada para representar a su cerveza.
Porque no es que me parezca mal; si eres una persona a la que le encanta la cerveza industrial, y le encanta que la gente sepa que tienes jale, es muy auténtico que accedas a una propuesta así. Para mí, también sería auténtico si alguna marca artesanal que me gusta me pidiera un intercambio de productos por exposición. Pero de todos modos, esta invitación me permitió darme cuenta de lo cerca que están esas opciones incluso para alguien como yo, que estoy muy lejos de ser una celebridad. Y cuán fácil es encontrar excusas para entrar en asociaciones incómodas, en ponerse zapatos que no te quedan bien, solo porque son nuevos.

En fin. A qué iba todo esto: hace algunas semanas, un domingo muy temprano, subí a la cocina, me preparé un café. Afuera la calle estaba vacía, los ceibos y sus hermosas flores rosa sobre la vereda. Ya la cuarentena había tenido tiempo de hacer madurar en mí ciertas sensaciones y lo que pasó después fue consecuencia natural de esto, aunque eso no quita que para mí haya sido tan contundente como ver un cometa atravesar el cielo de noche. 

Y lo que pasó fue que puse un montón de agua a hervir en una olla grande y puse también un disco de Lucio Battisti. Una Donna per Amico es uno de los discos de vinilo que había en casa de mi papá -todavía los tiene, aunque en otra casa, en otra vida-, uno de los que más nos gustaban, si por 'gustaban' entiendes una especie de euforia. Poníamos el disco a un volumen considerable e inmediatamente éramos felices, y la verdad que es bastante imposible que no sea así. Es un disco del '78, cuando él ya había vuelto de Italia y había conocido a mi mamá y yo ya tenía cuatro años, así que se lo debe haber traído alguien. La portada me parece increíble ahora, y cuando era niña era potentísima, con sus promesas de lo que podría ser el mundo adulto. Una mesa blanca, una pareja con estilo y de todas maneras con historia, tomando café, todo visto como detrás de un vidrio. Una relación que está en su propio mundo, como estrellas de la pantalla grande. Esa mañana desperté con ganas de escuchar ese disco y por si acaso lo busqué en spotify. Antes no estaba, pero quizás... Y sí, estaba. Todo Lucio Battisti. Mientras sonaban los primeros compases (la batería, el bajo, etcétera) y yo cortaba una cruz en la punta de dos kilos de tomates, los hundía en el agua hirviendo unos minutos, luego los ponía en un tazón con agua fría, y mientras tanto preparaba una masa de pizza, tuve una sensación indescriptible. 

Igual la intenté describir a mi compadre Fil Uno, porque sabía que él ya la había sentido antes que yo. La sensación de que hay que dejar de ofrecerse en escaparate y ponerse a vivir su vida, con estilo como la pareja en la portada de Una Donna per Amico, con la profundidad de quien experimenta los sucesos en un tiempo en el que no existen los medios sociales, en el que cada romance, cada conversación, cada disco que uno pone en el tornamesa, es parte de una película, de nuestra propia película; algo que podemos, si así lo queremos, convertir en una fotografía o en una canción, pero que vivimos para nosotros mismos. Sentí que había llegado la hora de dejarme de sonseras y empezar a vivir como una italiana bohemia en los años '70.

Fil Uno me entendió, por supuesto, completamente; entendió incluso el vínculo italiano, porque ha sido parte de su propia epifanía. 

Creo que tiene algo que ver con la dignidad.


Mi padre corría olas. No siempre era tan serio. Ahora es una de las personas que más me hace reír.

Estas fotos me las había pasado algunos días antes mi papá, y también mi tío Irzio. Me contaron que fue en el cumpleaños de mi bisnonno Serafino. Debe haber sido pocos días después de año nuevo; eso explicaría las serpentinas amarillas. En Ancón en los años '70 no debe haber habido infinita variedad de cotillón; solo lo que la temporada indicaba.



Me conmovió ver ese baile de serpentinas y brazos y sonrisas alrededor de mí. Les explico: por algún motivo que a veces me parece tan extraño como un milagro, la cuasitragedia que fue mi concepción para las familias implicadas (mis padres eran demasiado jóvenes, mi madre definitivamente extra demasiado joven, y además esto sucedía, en el caso de mi padre, en una familia italiana por generaciones) se transformó entre los Pinasco en una fuente de alegría. Al parecer, era una bebé simpaticona; enamoré a todos quienes se habían opuesto rotundamente, y comprensiblemente, al romance entre mis padres. 

Y así fue que desde mi primer verano mi vida transcurrió entre contrastes. De niña, las dificultades económicas en la vida cotidiana tenían el antídoto de los fines de semana en un departamento frente al mar; salir a navegar cada día y volver con el cuerpo tonificado a almorzar pescado, ducharse, salir a montar bici al malecón, terminar el día con un paseo abrazada de la barriga gigante de mi nonno, y tener como destino la confitería, donde reinaba su prima y nos servían milkshakes y papas fritas cortadas en zigzag.

*

Dice Maya Angelou que nadie va a recordar qué les dijiste, ni qué hiciste. Pero lo que sí van a recordar es cómo les hiciste sentir. Veo estas fotos y lo confirmo: mi nonno, sus hermanos, sus sobrinos, mi padre, me hicieron sentir amada. 
Hace unos días escuché también que el trabajo de un padre, de una madre, es hacerte sentir que perteneces. Desde entonces, procuro hacer eso por cada miembro de mi familia. Pertenecen en mi casa, en mi corazón. Por ende en la vida, en este mundo.

¿No es hermosa esa torta? Y ese bosque de velas

Mi familia Pinasco sembró en mí la semilla del trabajo a consciencia y del ocio bien vivido. De tener la habilidad de recitar un poema y poner a un volumen considerable una ópera o una balada napolitana. De la importancia crucial de una buena fiesta, de una torta con montones de velas, tantas como años cumple el festejado. Si son 80 años, pues que sean 80 velas, y que la luz arda como su vida. Sembró en mí la confianza en que puedo hacer una salsa marinara y una masa de pizza un domingo cualquiera por la mañana, porque no es un gran qué. 
Sembró en mí, sobre todo, una luz que me ha salvado en los momentos más oscuros de mi vida. Por más profundo que me haya hundido la depresión, dos cosas me salvaron más de una vez: pensar en mi madre, y el calor de haber sido una bebé amada, una niña adorada, con serpentinas amarillas que bailaban a mi alrededor.  
  



{ gracias a los primos Pinasco por las fotos y por recibirme en la familia con tanto amor }


Masa de pizza (para 4 personas)

600 g harina sin preparar (preferiblemente, harina panadera de buena calidad)
1 cdta. levadura seca instantánea, o 2 cdtas. levadura fresca
1.5 tz agua tibia
1 cda. sal marina o de Maras
3 cdas. aceite de oliva extra virgen

NOTAS: 
* Puedes remplazar 150 gramos de harina por harina integral.
* Prepara la masa en la mañana del día en que quieres almorzar pizza, o la noche anterior. 
* Si no tienes mucho tiempo, utiliza 15 gramos de levadura seca instantánea, o 30 gramos de levadura fresca. En ese caso, con un par de horas de levado será suficiente.
* Confirma que el agua tibia no esté demasiado caliente; de otro modo matarás a la levadura. Debe estar solo a temperatura corporal.
* Tienes dos opciones, dependiendo de tu tiempo y de tu energía: amasarla a mano, o en batidora. Aquí doy las indicaciones para ambos métodos.
* Para mí, funciona perfectamente hacer las dos preparaciones por la mañanita. Así, a la hora del almuerzo estarán listas para usar. Pon un disco que te encante, prepárate un café y ponlas en marcha.

Si usarás batidora:
Coloca en el tazón de la batidora la harina y haz un buen cráter en el centro. Vierte el agua encima y espolvorea la levadura (o vierte la levadura fresca desmenuzada, y remueve con una cucharita). Deja reposar cinco minutos. Espolvorea la sal alrededor del cráter y añade el aceite de oliva.
Amasa a velocidad mínima con el adminículo de amasado (uno que parece un tornillo) hasta que la mezcla esté integrada, aunque parezca un waipe. Deja reposar cinco minutos y amasa cinco minutos más. Aceita ligeramente tu superficie de trabajo con aceite de oliva y transfiere ahí la masa. Dale una amasadita ligera con las manos y forma una bola. Engrasa con aceite de oliva el tazón que utilizaste y coloca ahí la bola de masa, con el lado de arriba para abajo. Gírala para que la parte de abajo quede encima. Corta una cruz sobre la masa con un cuchillo afilado. Cubre con una telita limpia. (Si vives en la Sierra, o en algún lugar muy seco, puedes cubrir el tazón con film).

Si amasarás a mano:
Vierte la harina sobre tu superficie de trabajo, haz el cráter y sigue todos los pasos, pero sobre la mesa. Integra poco a poco la harina en el agua con levadura. La forma de amasar una pizza es muy particular: debes levantar con los dedos el menjunje que obtendrás, y luego tirarlo con fuerza sobre tu mesa de trabajo. Después de unos diez minutos, cubre con una telita limpia y deja reposar cinco minutos. Vuelve a estirar con los dedos la masa y a lanzarla contra la mesa, como si fueran todos tus errores pasados. Repite al infinito, hasta que por arte de magia, y gracias y tus músculos, el menjunje se convierta en una masa lustrosa y elástica. En ese punto, engrasa con aceite de oliva el tazón, coloca la masa con la parte bonita hacia abajo, gírala para que ahora quede arriba, y haz el corte en cruz con un cuchillo afilado. Cubre el tazón con una telita limpia (o con film si vives en algún lugar muy seco).

Déjala reposar hasta que doble su volumen, o hasta que sea la hora de formar las pizzas. Calcula unas 4 horas. Si dobla volumen muy rápido, dale a la masa un puñetazo en cámara lenta, vuelve a cubrir y deja levar nuevamente. 

{ Si estás preparando la masa la noche anterior, lleva el tazón a la refrigeradora. Al día siguiente, retira la masa de la refri y deja que llegue a temperatura ambiente antes de formar las pizzas. }

Enciende el horno a temperatura máxima. Prepara tus toppings: corta tomates en rodajas delgadas, ajitos en láminas, tal vez cebollitas en rodajas, hierbas aromáticas, tocino o jamón, anchoas, lo que tu corazón desee. Deshilacha la mozzarella. Pon todo en el lugar donde armarán las pizzas, además de aceite de oliva, sal, pimienta, peperoncino o algún otro ají seco en hojuelas, salsa marinara o pomarola. Necesitarás también polenta o sémola para la lata para hornear. Llama a todo el mundo para que cada uno se prepare la pizza como mejor le parezca. 

Aceita las latas para hornear que utilizarán y espolvorea polenta o sémola. Corta la masa en 4 pedazos (para los niños, medio pedazo es suficiente). Dale una ligera forma redonda o rectangular con las manos, pero sin amasar más, para que la masa no se ponga demasiado elástica. Estira la masa con los dedos, cogiéndola en un extremo, dejándola caer para que el peso la estire, girándola. Puedes hacerla tan gruesa o delgada como quieras. Colócala sobre la lata preparada. Ponle un poco de marinara, dejando un par de centímetros en el borde de la masa sin salsa. No pongas demasiada, o la masa se humedecerá. Ponle los toppings que quieras, sazona con sensatez y un chorrito de aceite de oliva, y lleva al horno entre 10 y 15 minutos. Si usarás albahaca, añádela al sacar la pizza del horno, no antes, para que las hojas no se pongan negras. Corta y disfruta.   

{ mi receta de la masa de pizza es una combinación de la de Smitten Kitchen y la de Tante cose con il pane, un libro instruccional de la biblioteca del Nonno } 



Salsa de tomate

2 kilos de tomate 
1 cebolla grande
2 hojas de laurel, o según: depende del tamaño
2 cdas. mantequilla con sal
3 cdas. aceite de oliva 
sal
pimienta
una pizca de azúcar rubia (opcional)

Pon a hervir agua en una olla grande. Llena un tazón con agua fría. Mientras tanto, lava los tomates y córtales una cruz en la punta. Cuando rompa el hervor, añade algunos tomates y déjalos unos minutos. Cuando veas que se ha soltado la piel, retíralos con una espumadera y pásalos al tazón con agua fría. Después de unos minutos, jala la piel por donde cortaste en cruz. Debería despegarse con suma facilidad. De lo contrario, regresa los tomates rebeldes a la olla un ratito más. 
Una vez pelados, córtalos en 4. Retira la pulpa con pepas y descarta. { NOTA: La versión original de este post decía: "Pon un colador (preferiblemente un chino) sobre un tazón y echa ahí toda la pulpa. Una vez que hayas terminado, remueve con una cuchara para que el líquido caiga en el tazón. Descarta las pepas." Pero me temo que la pulpa peposa, aunque las pepas hayan sido descartadas, amarga la salsa. Cuando retiro la pulpa peposa queda mejor... así que aunque me duela descartar el interior, sugiero hacerlo. }    
Pica la cebolla y el ajo. Coloca en una olla grande el aceite de oliva, la mantequilla, la cebolla, el ajo, el laurel y una buena pizca de sal. Cocina a fuego bajo, removiendo con frecuencia, hasta que las cebollas estén traslúcidas y muy blandas; pueden dorarse, pero no dejes que se pongan marrones. Añade los tomates. Deja cocinar a fuego medio, removiendo a cada tanto, hasta que puedas cortar los tomates fácilmente con una cuchara de madera. Retira el laurel, licúa con una licuadora de inmersión (y con mucho cuidado; es preferible esperar un poco para no quemarte) (también puedes usar una licuadora normal, y licuar en partes, pero espera a que baje un poco la temperatura de la salsa). Regresa la salsa licuada, junto con el laurel, a la olla. Cocina destapado a fuego muy lento, un par de horas, hasta que la salsa se haya reducido y esté espesa, y el tomate haya desarrollado un estupendo sabor umamoso. Si sientes mucha acidez en la salsa, añade una pizca de azúcar rubia y deja cocinar un poco más. Sazona con sal y pimienta.
Es excelente tener siempre esta salsa a la mano; guárdala en frascos no muy grandes, para que se conserve mejor. Mi Nonno congelaba su pomarola en raciones para unas 4 personas por vez.